Si solo por un momento
las alas de tus brazos
abordaran mi espalda clamorosa,
bastaría para que mis
llanuras, en las que pastan
tus vacas, tus ovejas,
no se desertificaran.
Si tus ojos se tocaran
con los míos,
algunos de estos días en
que la soledad
se cuela en mis desiertos,
sería suficiente para
endulzar la lluvia ácida
que pronto desfoliará
tus acelgas.
Si tus manos se
acercaran a las mías
y escucharas mis
quehaceres errabundos,
conseguirías romper la
reacción en cadena
que destruye mis moléculas
de ozono
en los gestos de rabia
con los que me maldices.
Si solo por una vez
atendieras en mí
los movimientos sísmicos
con los que surjo
tratando de expresar
la permanente confrontación
de mi ser
en la que me asfixias,
podrías parar la tala indiscriminada
de mis bosques maduros
y perdonarles la vida
a mis águilas
y a mis lechuzas
celosas de sus nidos
y con ellas perdonarías
la vida
de todas las especies
que me habitan
y te dan la vida.
(Rosa Machado en “El
canto de la ballena”)
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